La democracia no sólo trata de ejercer el derecho a votar. Es el fundamento moral y funcional de todo nuestro Estado y de nuestra sociedad. Un complejo concepto que engloba el conjunto de ideas, recursos y procesos del Estado de derecho y su solvencia, es decir, un estado cuya acción social e institucional está sujeta a normas. Sin éste no es posible tener democracia, como el imperio de la ley, sin el cual no se darían mecanismos para la aplicación de la justicia. De hecho, en ocasiones ambos términos se emplean de forma indistinta, como en Estados Unidos, cuya supremacía se reconoce en la Constitución. El imperio de la ley es un principio jurídico-político que se basa en la sujeción completa a la ley fundamental de todos los actores del estado. La democracia, el estado de derecho y el imperio de la ley forman un equipo indivisible. Es una interdependencia firme y equilibrada que permite la salud del sistema y el discurrir de la búsqueda de la vida plena de la ciudadanía.
Todos los políticos tienden a hablar en nombre de la democracia, como si eso significara algo por sí mismo. Es necesario rellenar de contenido el concepto de democracia, ya que, como los términos de felicidad o perfección, son empleados usualmente sin una clara concisión semántica. Para darle esta fuerza, el camino más útil no es el empleo de definiciones, sino de aspiraciones, utilidades y resultados. Es decir, en cierta forma la indefinición es la definición más exacta de democracia, ya que aún los autores están debatiendo acaloradamente sobre la definición más correcta de este término. Además, la propia indefinición de la acepción coloquial del concepto de democracia permite que políticos y otros actores lo usen para mover las emociones de los potenciales votantes y rentabilizar sus posiciones y ejercicios. El valor del discurso tópico del político que se arroga la virtud de ser más demócrata que el resto juega generalmente con esta indefinición. «Democracia es lo que yo defiendo, que es lo mejor para la ciudadanía y el Estado», dirían todos.
La democracia moderna se sustenta nuclearmente en cuatro pilares esenciales: la representación, el derecho social, el derecho financiero y los Derechos Humanos. La representación de la ciudadanía, generalmente indirecta por lo complicado del asunto (imaginaos cuarenta millones de personas reunidas en un parlamento intentando hablar por turnos, o mejor aún, tomando decisiones de competencias ministeriales técnicas), es la base de la democracia. Sin embargo, es necesaria pero no suficiente, y si no está sujeta a unas condiciones normativas que permitan que todos los ciudadanos puedan participar equitativamente y con libertad, entonces no puede funcionar. Para ello está, como hemos visto, la acción del Estado de derecho y del imperio de la ley, con un sistema de representación que permita la acción política de todos los ciudadanos.
¡Quienes pretenden destruir la reputación de la democracia representativa pueden probar a comprar una pequeña isla a implementar allí una democracia directa mínimamente funcional!
El estado, además, para disgusto de algunos de nosotros, tiene el monopolio del poder coercitivo en fin de establecer y promover la paz y el orden. Esto es, el Estado de derecho puede oponerse a los deseos y pareceres de los ciudadanos siempre que éstos violen sus normas, que están recogidas en el corpus legal del imperio de la ley. No importa si eres político, empresario o asalariado: los códigos civil y penal establecen penas para los delitos. Y la discriminación es una violación de la Constitución en sí, la carta magna del Estado. Esta limitación de la libertad de los ciudadanos obedece a la necesidad de proteger a la ciudadanía de todo aquello que es potencialmente un atentado a sus derechos. Y la democracia está relacionada con todo esto.
El Estado de derecho no es opinable desde una perspectiva formal. Con él, todos los ciudadanos están protegidos bajo el marco regulatorio del imperio de la ley, que garantiza sus derechos fundamentales recogidos en la carta de la Declaración Universal de Derechos Humanos, proclamada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. La libertad, la justicia y la paz tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales de todos los miembros de la familia humana. Más allá de sus semejanzas y diferencias, ser ciudadano de un Estado implica tener derechos y deberes. Pero no siempre el imperio de la ley está en la armonía adecuada con el conjunto social. La fractura habida entre la cultura social y las realidades jurídica y política, en ocasiones enorme, genera una respuesta social, marca precedentes en el curso de las acciones en la ciudadanía y es estímulo suficiente para el surgimiento de movimientos que impulsan la concienciación y el cambio. Esto es positivo para la democracia, ya que la libertad de expresión y de pensamiento son fundamentales, y su ejercicio preserva la dignidad de la calidad democrática.
Sin el imperio de la ley, mecanismo que permite que todos los ciudadanos estén sujetos al mismo marco regulatorio, no sería posible tener un Estado de derecho eficaz. Y en democracia, éste debe garantizar el derecho a todos los ciudadanos de tener un marco estable de convivencia que permita la felicidad, el bienestar y la realización personal. Es decir, el estado tiene la obligación de ofrecer un marco que lo permita, pero no de satisfacer estas demandas de forma directa. A todo ciudadano le corresponde satisfacer su demanda de felicidad, bienestar y realización personal, pero a todo estado le corresponde la obligación de permitirlo en caso de que éste lo desee y tenga la conducta motivada para ello. De este principio parte el Estado de derecho social y económico: las funciones públicas de educación, de sanidad y de coberturas financieras básicas deberían eliminar el problema de la inmovilidad transgeneracional de las clases sociales. Las personas en riesgo de pobreza deben encontrar mecanismos públicos que permitan salir de éste y de prosperar por la acción individual y social, sin que el estado deba tener la obligación de mantener a sus ciudadanos.
Como antes comenté, la democracia no sólo trata de ejercer el derecho a votar. Incluso podríamos decir que votar, en ocasiones, no es signo de democracia alguna, pues la votación puede no adherirse a las normas que regulan equitativamente la actividad de todos los actores de la ciudadanía. Añadamos a todo esto el hecho de que tanto las democraduras como las dictaduras suelen emplear medidas estéticas propias de la democracia para legitimar el ejercicio del poder y la existencia del modelo de estado represor. En las democracias reales debe de haber un sistema de partidos sujeto al imperio de la ley que permita la acción ciudadana y se cristalice en la formación garantista de los organismos de los poderes ejecutivo y legislativo. En algunos países, el poder ejecutivo emana del legislativo, lo que se conoce como sistema parlamentarista. Esta fusión de poderes, en la que la elección del gobierno emana del parlamento, se da por diversos motivos que están relacionados con el buen funcionamiento de las instituciones, y se considera válida al basarse en la formación del parlamento emanado de las Elecciones democráticamente acontecidas. Por otro lado, la principal desventaja es la vinculación entre el poder ejecutivo y el partido político mayoritario en el Parlamento, lo que podría derivar en acciones de corte partitocráticas. Pese a que hay autores que difaman el sistema parlamentarista (e incluso algunos afirman que esto no es democracia), puede en su ejercicio ser tan funcional como un sistema presidencial o semipresidencial, con mayor separación de poderes entre el ejecutivo y el legislativo. Los tres modelos democráticos incluyen ventajas e inconvenientes y, en la práctica, es de estima hacer valoraciones no sustentadas en supuestos rígidos o prejuiciosos.
Dijimos que los ciudadanos, en un Estado de derecho social y económico, tienen muchas ventajas pero que están limitados por el poder coercitivo del estado, que tiene la obligación de implantar el imperio de la ley. La libertad limitada de los ciudadanos, por tanto, es fundamental y es respetada como algo sagrado en el Estado de derecho democrático. ¿Dónde se limita la libertad del ciudadano? En el umbral útil que permite la libertad compartida, la acción de libertad de todos, en su expresión de conducta, de pensamiento y de palabra.
Cabe señalar que el espectro de representación política en democracia tiende generalmente a la simetría. Es tendencia de toda persona considerar que su punto de vista ideológico es el correcto, o el menos desacertado, y por tanto el que debe de prevalecer por encima del resto de percepciones. En España, como veremos, tras la aparición de nuevos partidos como UPyD, Ciudadanos o Podemos y la reacción de la ciudadanía surgió un movimiento sociopolítico y una cultura de partidos que contrapuso la fuerza de la balanza del espectro político. Lo llaman acción-reacción o esquema ARA (acción, reacción, acción) y desde la perspectiva del materialismo histórico puede observarse como una cadena de acontecimientos que se afectan: tesis, antítesis y síntesis, conduciendo a la elaboración de una nueva cultura política en el país.
En esta enorme pluralidad, lo correcto sería simplemente lo más útil para el conjunto, lo que es beneficioso o constructivo para todos de forma global. Esa es tarea del imperio de la ley, que excluye las conductas patológicas y egocéntricas del sistema de partidos. La democracia no eres tú pensando, ni creyendo, ni aun votando. Tampoco yo. Somos todos, y sin tolerancia real a la pluralidad ideológica no puede haber democracia, porque el espectro de representación política es tan amplio como la realidad diversa de los pareceres. Cuando los ciudadanos dejan de priorizar su visión intelectual, emocional e independiente del mundo para integrarla en la legítima pluralidad del pensamiento democrático surge la cooperación política e ideológica. Si esto no se da, la tendencia es la criminalización de los espectros que nos disgustan, con el consecuente desgaste de la calidad democrática. El debate de los asuntos de actualidad política y social, que suelen ser complejos y candentes, ha de ser abierto, plural y generalizado. De lo contrario, la cultura de la censura y de la cancelación, en detrimento de la calidad democrática, evitaría la tendencia prolífica de la diversidad en la libertad de expresión, tan necesaria para la discusión de ámbitos como la regulación financiera, la globalización, las medidas económicas, las amenazas terroristas, la gestión de la cuestión laboral, la inmigración y sus efectos, la lucha contra la violencia social y la desigualdad efectiva de los derechos, etc. Punto aparte, claro está, son los extremos que pretenden vulnerar los Derechos Humanos elementales. Estos grupos, por la naturaleza de los pilares de la democracia comentados, son expulsados por ésta en la propia actividad del juego democrático, siempre que la democracia goce de buena salud.
Los partidos, sistemas grupales de asociación para la representación política, están fuertemente regulados y necesitan líderes que aparenten solvencia y capacidad de gestión. Durante siglos, los teóricos han estudiado cómo establecer buenos marcos de liderazgo, de autoridad y de legitimidad para la construcción de figuras políticas potentes. Los políticos usan asesores para informarse y mejorar. Los politólogos tienen la tarea de conocer los fundamentos teóricos y prácticos de todo lo que compete a la acción política y la creación de políticas públicas. Estas teorías no son nuevas, pero en la práctica da respuesta a múltiples fenómenos observables.
La fragilidad de la salud de la democracia depende directamente del abuso, pretendido o no, de sus límites funcionales, legales o morales, de los actores políticos o administrativos y, en última instancia, también del ciudadano. El espíritu y el cuerpo de la democracia se construye y mantiene a diario con esfuerzo, así que se puede considerar a ésta como un gigante con pies de barro.
En el Tarot, el Papa es el arquetipo de poder espiritual que está en relación directa con la naturaleza egoísta y destructiva. Ambas son el quinto arquetipo de sus series; el Pontífice es la quinta figura de los arcanos mayores sociales, mientras que el Diablo es la quinta de los arcanos mayores psicológicos. El Tarot expresa la naturaleza perversa y, paradójicamente, prístina del poder en los humanos: aprender a manejar con soltura al Diablo, que simboliza la tendencia natural excluyente y destructora, conduce a gestionar el poder de forma eficiente. El Papa, mirando hacia su derecha, observa la octava figura, la Justicia, que representa la institución del Estado.
Por último, el sistema requiere una efectiva cultura democrática. En caso contrario, el uso egoísta del Estado por parte de los agentes que ostentan poderes políticos (porque recordemos siempre que la naturaleza del ser humano es egoísta) debilitaría su fortaleza y su calidad, derivando en posibles democraduras e implantando una posible violencia estructural en el funcionamiento de las instituciones.
Por tanto, en el complejo Estado de derecho democrático los ciudadanos, los líderes políticos, los partidos, la administración pública e instituciones de gobierno forman parte de un organismo unitario, vivo e intradependiente. Un organismo que, como el cuerpo humano, está compartimentado en sistemas que permiten el flujo de la salud y de la vitalidad. Y todos nosotros, las unidades indivisibles del organismo vivo, como átomos, somos el principio y el fin del sentido de la existencia de la democracia.
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